Desde los indignados hasta profesores de economía, pasando por políticos, periodistas y tertulianos de todo tipo, cada vez son más los que se quejan de que la globalización y la economía de libre mercado hacen que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Ante esta situación, piden un nuevo sistema económico con más intervención pública, menos libertad económica y más impuestos para los ricos.
Un aspecto curioso de estas quejas es que normalmente provienen de Europa o Estados Unidos. El problema es que nuestro egocentrismo occidental nos hace perder la perspectiva porque, si miramos el mundo en su conjunto, la pobreza y las desigualdades de renta no son cada día mayores sino ¡más bien al contrario!
Desde que el hombre inventó la agricultura, ahora hace 10.000 años hasta al principio de la revolución industrial en 1760, el 99,9% de la población de todos los países del mundo vivía en el umbral de la subsistencia. ¡Sí! Había reyes, césares, conquistadores o burócratas chinos inmensamente ricos, pero el 99,9% de los ciudadanos eran agricultores que trabajaban de sol a sol y que a duras penas podían comer, vestirse y tener una casa donde dormir. Fíjense si vivían cerca de la subsistencia que, cuando había una mala cosecha, la mitad de la población moría de hambre. Por lo tanto, durante miles de años no sólo la mayoría de la población era pobre sino que las desigualdades en el mundo eran pequeñas y constantes: todo el mundo era igual y pobre. Igual de pobre.
La cosa cambió radicalmente cuando, hacia 1760, llegaron la revolución industrial y el capitalismo. Primero en Inglaterra y Holanda. Después en los Estados Unidos y el norte de Europa. Después en Japón y en el sur de Europa. Las familias trabajadoras de lo que hoy conocemos como países ricos de la OCDE aumentaron el nivel de vida hasta el punto de tener cosas que los reyes más ricos de épocas anteriores no podían ni soñar: desde agua corriente en casa hasta electricidad, pasando por pasta de dientes, teléfonos, anticonceptivos, ipods, viajes baratos en avión, automóviles o cenas en restaurantes chinos, japoneses o italianos. La economía de mercado representó un milagro sin precedentes para la mayoría de los 1.000 millones de ciudadanos que hoy vive en estos países.
El resto del mundo, sin embargo, quedaba atrás y las desigualdades entre los 1.000 millones de personas cada vez más ricas y los 6.000 millones que permanecían igual de pobres, aumentaban sin parar. Pero entre 1950 y 1960 se despertó Asia. Primero fueron los pequeños dragones exportadores de Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur. Siguieron los tigres de Malasia, Tailandia o Indonesia. Finalmente, en 1976 muere el dictador Mao Zedong y China (1.300 millones de ciudadanos en población actual) abandona el marxismo maoísta e, introduciendo el capitalismo, pasa a abanderar la globalización a base de exportar e invertir por todo el mundo. Poco después, India (1.200 millones) abandona el socialismo de planificación y también introduce los mercados.
A partir de 1995, la África subsahariana, con 700 millones de habitantes, también ha empezado a desarrollarse ininterrumpidamente y, ya en la última década, América Latina ha retornado al camino del crecimiento que abandonó durante la crisis de la deuda de los ochenta.
Este masivo proceso de crecimiento, que está afectando a los países donde viven los 6.000 millones de ciudadanos más pobres del mundo, ha tenido dos consecuencias importantes. Primera, la pobreza en el mundo ha caído como nunca. Segunda, las diferencias entre ricos y pobres han disminuido de manera significativa.
¿Por qué dicen, pues, los indignados y los intelectuales que los apoyan que las desigualdades son cada vez mayores? La explicación es, una vez más, el egocentrismo que los lleva a fijarse sólo en las desigualdades dentro de sus propios países. Y es cierto que dentro de los Estados Unidos la distancia entre los ricos y los pobres ha aumentado. También lo han hecho las distancias entre los españoles ricos y pobres y entre los chinos ricos y pobres.
Pero cuando uno calcula las desigualdades en el mundo global, no basta con mirar la distancia entre americanos ricos y americanos pobres o entre chinos ricos y chinos pobres. Hay que mirar también la distancia entre chinos y americanos. Utilizando jerga económica, no sólo hay que mirar las desigualdades “dentro de los países” sino también las desigualdades “entre países”. Y el espectacular crecimiento de los enormes países emergentes ha hecho que la desigualdad “entre países” haya bajado tanto que ha acabado por empequeñecer las crecientes diferencias “dentro de los países”. La suma de las dos, lo que denominamos “desigualdad global”, ha bajado por primera vez en la historia.
Nuestra preocupación por la crisis que nos afecta tan duramente es una preocupación legítima y natural. Pero no nos tiene que hacer perder ni la perspectiva de la historia ni la enormidad del planeta donde vivimos. Y en este sentido, el fenómeno económico más importante de los últimos 30 años ha sido la exposición de los 6.000 millones de ciudadanos más pobres del mundo a las fuerzas del mercado. No es ninguna sorpresa ver que la consecuencia ha sido la reducción sin precedentes de la pobreza y una igualación de los niveles de vida entre los habitantes de nuestro mundo. El capitalismo y los mercados están generando un tsunami de prosperidad global que, estoy seguro, la historia acabará bautizando como el de la gran convergencia.
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